En un mundo de apocalipsis
continuos no se alza una sola voz, sino todas en unísono, dispersas y
complejas, diversas y distantes. Colorean los cielos de una ciudad
consumida en el egocentrismo y la vanidad, en la que los caramelos de
limón (e incluso el café) han perdido su gracia por debajo de un grito
que nadie escucha ni quiere escuchar, pero que no le hace falta a nadie.
Gritos a todas voces vacíos, pero irónicamente enunciados para llenar
el ansia y la desesperación, acallados pronto. Viven así los hombres y
mujeres de estos tiempos en una constante impotencia, cortadas sus
posibilidades al mínimo para otorgárselas luego en minucias por un
autoproclamado padre y salvador. Prohibidos de cuestionar si no es para
lanzar gritos y cubrir de colores el cielo, oscurecido hace ya siglos.
Nadie
mira entonces el firmamento en busca de vacíos si no aquellos cuya
impotencia les ha impedido nacer, concientes de que su identidad será
aplastada con el primer respiro. Éstos, nacidos pero no nacidos, negados
descubiertos por sí mismos o inculpados por alguien más, despiertos o
dormidos en placentas flotantes, observan el fluir de las voces
ascendentes y su densidad, buscando un cielo despejado que les permita,
por fin, nacer.